P. Sebastián Menéndez, MC

La misericordia de Dios es infinita y con esto en mente debemos nosotros, confiados en Su perdón, acercarnos con un arrepentimiento sincero al Sacramento de la Confesión. El santo Cura de Ars logró hacer sentir el amor misericordioso del Señor a los fieles, confesando hasta por 16 horas en un día y decía: “no es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”.

El perdón ya nos ha sido dado, sólo falta que nos acerquemos a nuestro Padre, arrepentidos de haberlo ofendido. Así lo expresa la Parábola del hijo pródigo: “Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, lo vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y lo besó efusivamente” (Lc 15,20).

¿Qué es lo que nos dicen estas pocas líneas de la parábola? Que su Padre ya –en cierto sentido– lo había perdonado: “él todavía lejos, lo vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y lo besó efusivamente”. Y lo sabemos porque su padre ya lo estaba esperando. ¡Qué alegría tuvo de ver que volvía a casa! Incluso su padre se conmueve, porque sabe lo que implica esa vuelta a casa: humildad, dolor por haberlo ofendido, vencerse a sí mismo… pero más importante aún, amor a su padre.

Además, este movimiento de conciencia es una gracia infundida por el Espíritu Santo: “Dios viene a ‘mendigar’ el amor de su criatura… al acercarnos al Sacramento de la Confesión, podemos experimentar el ‘don gratuito que Dios nos hace de su vida’” (Benedicto XVI).

La confesión tiene un profundo beneficio humano y social: cuando confesamos nuestros pecados con verdadera contrición por amor a Dios, como un regalo excepcional, nuestra alma queda mejor dispuesta con los demás. ¿Quién no ha experimentado luego de confesarse que es más dulce con el esposo y los hijos? “La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás”.

Pero hay algo más importante, la razón fundamental de la Confesión: “Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro” (CCE 1455). Por eso es tan necesaria la Confesión.

Como podemos ver, son numerosos los beneficios que recibimos con la Confesión frecuente. “En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. (…) [La Confesión] infunde en el hombre un ‘corazón’ nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios” (San Juan Pablo II).

“Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso” (CCE 1458).

Sinteticemos los efectos principales del Sacramento de la Confesión en las almas son: (a) aumenta en nosotros la gracia santificante, las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo; (b) nos va liberando de la pena temporal debida por nuestros pecados; (c) ayuda a formar la conciencia; (d) nos hace crecer en la virtud de la humildad; (e) nos permite darnos cuenta de nuestras faltas para poder pedir perdón a Dios por ellas, (f) nos lleva a conocernos mejor para saber qué defectos tenemos que superar; (g) nos impulsa para esforzarnos en lograr la santidad; (h) nos “obliga” a ser misericordiosos con los demás; (i) la confesión con un mismo sacerdote, que nos conoce mejor, nos ayuda a crecer más espiritualmente; (j) nos da paz y alegría.

Finalmente recordemos que para confesarnos necesitamos un Sacerdote, por expresa indicación de Jesucristo. Nos lleva a apreciar el Sacerdocio y a decir con el Santo Cura de Ars: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la Muerte y la Pasión de nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra (…) ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta, es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes (…) Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias (…) El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para ustedes”.