P. Sebastián Menéndez, MC

Pasados unos años desde su conversión, le parecía a San Ignacio que ya era el momento adecuado para embarcarse hacia Jerusalén. Salió pues de Manresa en 1523. San Ignacio estaba decidido a poner todas sus dificultades en manos de la Providencia Divina y no se equivocó, fueron muchas las ocasiones en que recibió los auxilios de Dios.

El Señor dio muestras a San Ignacio de que lo cuidaba porque en Él ponía toda su confianza. Por ejemplo, el viaje a Jerusalén lo haría solamente con lo que llevaba encima. Pedía limosna y consiguió su pasaje gratis. Según su propia reflexión, con la fe, la esperanza y la caridad en el corazón, se creía en perfecta seguridad. Y durante todo su viaje la Providencia Divina nunca lo abandonó.

La confianza absoluta que San Ignacio tenía en la Divina Providencia no es más que fruto de su entrega total a Dios. Él sabía que Dios conocía mejor que él sus necesidades y confiaba en que Dios se ocuparía de ellas. Y no solamente de las necesidades materiales sino también de su crecimiento espiritual.

“Dios no abandona su criatura a ella misma (…). Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza” (CCE 301).

Y Jesucristo nos enseña a confiar en la Providencia de Dios: nos exhorta a no preocuparnos por el alimento y el vestido, nos muestra que Dios se ocupa de alimentar a las aves, que es dueño de la vida, que viste hermosamente a sus flores y que Dios Padre sabe todas nuestras necesidades. Si tenemos fe y buscamos primero su Reino y su justicia, todo se nos dará por añadidura (cfr. Mt 6,25-34).

La Biblia está llena de ejemplos de quienes esperaban todo de Dios: Moisés, Elías, San Juan Bautista, los Apóstoles. Comenta San Juan Crisóstomo: “Resulta evidente que no es nuestro afán, sino la Providencia de Dios, la que lo hace todo, aun en aquellas cosas que aparentemente realizamos nosotros”.

Si seguimos por este camino, Dios nos permitirá llegar a lo más, como San Ignacio y tantos otros que confiaron totalmente en Dios. Tratemos de ejercitarnos en lo más sencillo para que poco a poco podamos lograr una confianza mayor en la Providencia Divina. Pequeños pasos nos llevan por este camino: siendo generosos en la limosna, emprendiendo un nuevo negocio, soltando a los hijos hacia sus propios logros e independencia, aceptando todo de la Voluntad de Dios, aceptando la misión que Dios nos presenta… y si Dios quiere, lograr la indiferencia y entregarnos por completo a la Providencia Divina para que nos provea de bienes más necesarios: los espirituales.

Las preocupaciones son inútiles: “Marta, te preocupas de demasiadas cosas; hay una sola cosa necesaria” (Lc 10,41-42) le dice Jesús a Marta cuando ella le replica que su hermana María solo está sentada escuchando a Jesús, cuando María “ha escogido la mejor parte”.

Quien pone su confianza en Dios no se preocupa ni se agita, sabe que Él dispondrá todo para su salvación, que es la única cosa necesaria. Quien busca primero el Reino de Dios, no tiene que preocuparse por todo lo demás, Dios se lo dará por añadidura (cf. Mt 6,33).

También considerar el amor que Dios nos tiene aumenta nuestra entrega a la Divina Providencia, pues esa confianza en la Providencia no es una confianza ciega. El mismo Jesús nos recuerda que si viste tan hermosamente a una insignificante flor, ¿qué no hará por nosotros, sus criaturas predilectas, que nos ama tanto y nos ha dado beneficios infinitos? Puesto que “Él nos amó primero” (1Jn 4,19) podemos arrojarnos hacia Él y sus designios con una confianza plena.

Pensemos: ¿qué padre se desentiende de las necesidades de sus hijos? Si los padres terrenales no lo hacen, mucho menos los hará nuestro Padre Celestial, que incluso nos provee más allá de lo necesario.

Por otro lado, en su amorosa sabiduría nuestro Padre del Cielo nos provee de las dificultades necesarias para fortalecer nuestra voluntad a fin de que nos vayamos perfeccionando. También esto debemos aceptarlo confiadamente de la Providencia Divina que busca nuestro mayor bien. “Si aceptamos de Dios los bienes, ¿cómo no vamos a aceptar también los males?” (Jb 2,10).

Por lo tanto, el abandono en Dios es resultado de la confianza en Su Amor. Nos lleva a la “indiferencia ignaciana” porque sabe agradecer a Dios todo lo que venga de su mano, “que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás” [Ejercicios Espirituales 23].