P. Sebastián Menéndez, MC

Para nosotros los católicos, la oración es parte fundamental de nuestras vidas. La oración es la comunicación que establecemos con Dios y que nos lleva a tener un trato de amistad con Él y, si perseveramos en la vida de oración, a la unión íntima con Dios. Si queremos conformarnos a imagen de Jesús, debemos “orar sin cesar… pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de nosotros” (1Ts 5,17-18).

La oración en un momento en el que descubrimos poco a poco quién es Jesús, su misterio, sus valores, su propuesta, sus sentimientos y el amor con que nos acoge y busca… El conocer a Jesús, que es el fruto de la oración, nos lleva a confrontarlo con nosotros mismos, a conocernos mejor y a querer imitarlo, amarlo.

“La Tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón” (CCE 2699).

Jesús, aun teniendo una jornada apostólica intensa, buscaba deseoso un tiempo para esta oración: “De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario; y allí se puso a hacer oración”. (Mc 1,35). En nuestros días no es fácil conciliar el recogimiento; por esta razón, es importante dedicar un tiempo adecuado a la meditación u oración mental, en la que en el silencio nos encontremos con Dios, que es la forma más efectiva para recoger frutos espirituales.

La meditación utiliza medios comunes para lograr hacerla bien: (a) el tiempo; (b) el lugar adecuado; (c) el recogimiento de corazón; (d) invocar la presencia de Dios; (d) la representación mental o la lectura de algún texto ya preparado para la meditación, algún pasaje de la Biblia, alguna verdad de fe, los misterios de Jesús; (e) todo esto suscita la reflexión interior, un “rumiar” interior que es fuente de verdadera meditación.

La ventaja de la meditación con sencillamente “sentarse a rezar” es señalada magistralmente en este pasaje de San Ignacio: “las viciosas propensiones de la naturaleza corrompida, fácilmente se sujetan con la atenta meditación de las verdades eternas. Y si a ti, hermano, no te sucede así, achácalo a tu negligencia en meditar y ve de corregirte”. Es que hay un beneficio espiritual muy grande en reflexionar las verdades eternas. Permite tener una vida espiritual más profunda, más allá de que sea camino de crecimiento interior.

Dicho de otro modo, cuando en la oración, empezamos a mover nuestra mente hacia las verdades que nos presenta Jesús, también va moviendo nuestra voluntad hacia el deseo de santidad que se traduce en obras concretas, en propósitos, que el mismo Dios va transformando en nosotros, en virtudes. Santa Teresa de Ávila lo expresa así: “Yo aconsejo a todos que hagan meditación, aunque no tengan virtudes, porque es principio para alcanzar las virtudes y cosa en que nos va la vida comenzarla a todos los cristianos, y ninguno por perdido que esté debía de dejar de hacer” (Camino de Perfección 16,3).

San Ignacio presenta un método muy adecuado para hacer la meditación que sintetizamos en: (a) recordar una verdad espiritual que toque el alma; (b) reflexionarla con tranquilidad; (c) hacerla diálogo con Dios y oración, es decir, petición.

Una vez iniciado el camino de la meditación lo más importante es la perseverancia. Pues es sabido que, para lograr vivir una vida de oración, hay que enfrentar algunos obstáculos que nos presenta el mundo, el demonio y la carne.

Entre algunas otras dificultades, se presentan: la pereza, la “falta de tiempo” (¡hasta el Papa tiene tiempo de orar!), el “activismo” (“tengo mucho que hacer en mis grupos religiosos y no me alcanza el tiempo para la meditación”), el desaliento al querer lograr resultados rápidos en la unión con Dios; la dificultad de transformar la meditación en un “estudio” de las verdades a meditar, las distracciones, el desaliento en la sequedad, incluso la falta de fe… y así tantos obstáculos como imaginación tengamos.

Quien ha vivido la experiencia del encuentro diario con Dios a través de la meditación bien hecha –o al menos poniendo la mejor intención de hacerla con atención, no puede ya alejarse de Él, pues el alma experimenta que las cosas de Dios son muy profundas, como escalar una montaña y estar llegando a la cima, como bucear y llegar a plantas exóticas en las profundidades del mar.

Es que todo lo que sube a Dios en la oración, baja del cielo en bendición. La meditación diaria y devota permite que subamos a Dios. Entonces ¡bajará su bendición!