P. Sebastián Menéndez, MC
Desde que Jesús fue detenido en el huerto hasta el momento en que lo vieron los apóstoles resucitado, todos ellos estuvieron sumidos en la tristeza. En unos, la tristeza tenía un carácter, y en otros, otro; pero en todos dominaba la tristeza. En Pedro, además de la tristeza general y común, existía el motivo de sus negaciones, haber renegado de Jesucristo incluso con juramento. En Tomás el Apóstol, parece que la tristeza tenía un dejo especial de incredulidad; debía ser uno de esos espíritus que se consideran muy “realistas”, muy positivos, y que tienden a ver las cosas espirituales como idealismos y como poesías.Todos ellos habían concebido muchas ilusiones cuando acompañaban a nuestro Señor, y ese mundo de ilusiones se les había desvanecido.
De ningún modo les cabía en la cabeza de que el reino tendría que establecerse mediante lo que ellos llamarían el fracaso del Calvario, o sea, muriendo Cristo en la Cruz por los hombres. Lo ven morir en aquel ambiente de desprecio, de crueldad; ven que en aquel momento triunfan los enemigos encarnizados de Cristo, creen que esos enemigos han logrado borrar el nombre de Jesús de la faz de la tierra, y se les derrumban las ilusiones de su vida, y, como consecuencia natural, se llenan de tristeza.
Si analizamos veremos que la tristeza procede de falta de fe: no veían lo sucedido según Dios; lo veían según ojos humanos.
Ahora bien, con la Resurrección de Cristo todo cambia. La tristeza se convierte en alegría. Con leer el Evangelio se ve que, apenas suena la hora de la Resurrección, empieza a difundirse una alegría general en los discípulos; alegría general de la que todos van participando sucesivamente después de la Virgen Santísima (leer libro de Ejercicios [299]). La tiene María Magdalena, las santas mujeres que van al sepulcro, Simón Pedro, los discípulos de Emaús, los diez discípulos reunidos en el Cenáculo, y el último de todos, después de unos días, Tomás el incrédulo.
Ahora, La alegría de la resurrección se fue transformando gradualmente, se fue haciendo cada vez más espiritual, más pura, más santa. Y esta transformación conviene que la miremos y meditemos.
Al principio se ve claramente que era una alegría menos pura, ya que, cuando vieron los discípulos al Señor Resucitado, renació en ellos la misma ilusión terrena del reino carnal, temporal. No era verdad que se habían hundido y se habían desmoronado todas las ilusiones antiguas, todas las esperanzas humanas que ellos habían tenido; no. No se habían derrumbado porque allí estaba otra vez Jesucristo resucitado para realizarlas. Viéndolo de nuevo, se alegraban, porque AL FIN iba a fundar el reino que ellos se habían imaginado, y en el cual ellos iban a ser los más privilegiados. Muere el Señor, y se derrumban las ilusiones. Resucita el Señor, y con Él resucitan de nuevo. Están en lo mismo de antes, no es verdad que se han deshecho sus ilusiones carnales; vuelven a renacer; allí las tienen.
La prueba de que era así la tenemos en esto: en el día de la Ascensión, cuando iban al monte de los Olivos acompañando al Señor, que desde allí se iba a elevar a los cielos, todavía le preguntaron: “¿Vas a restablecer ahora el reino, en Israel?” (Hch 1,6). Y el Señor, que sabía de qué reino hablaban y cómo entendían las cosas, no les contestó más que esto: “No os pertenece a vosotros saber el día y la hora. Eso pertenece al Padre celestial” (Hch 1,7). Y con una respuesta evasiva los dejó en su ignorancia y en su manera de ver.
Se ve bien claro que la alegría seguía siendo la de antes; era una alegría buena, pero distaba mucho de ser una verdadera alegría espiritual.
Tanto es así, que, después que Jesús subió a los cielos hasta que bajó el Espíritu Santo, se pasaron los días encerrados en el Cenáculo, muertos de miedo a los judíos, huyendo de la persecución y no atreviéndose a confesar a Cristo públicamente.
Estaban contentos, pero con cierta alegría que tenía falta de fe, de esa generosidad, y de esa seguridad que da la verdadera alegría espiritual.
Pero pasan esos días, viene el Espíritu Santo sobre ellos, y entonces ya era otra alegría. Se les transformó el alma; vieron todo con ojos de fe; se les cambió el corazón, y el corazón buscó lo que antes no era capaz ni de entender; tuvo otros ideales.
¿Qué cambio fue ése? El cambio lo vemos inmediatamente después: son unos hombres que ya no se pueden contener, que predican públicamente la resurrección de Cristo, que son perseguidos, y llevados a los tribunales, y azotados, y maltratados; y, cuando reciben todas estas injurias, se ponen más contentos.
Dice el libro de los Hechos de los Apóstoles que salían contentos de la presencia del Sanedrín, del tribunal que los había condenado, “porque habían sido dignos de padecer afrentas por el nombre de Cristo” (Hch 5,41).
¡Quién iba a decir que iba a llegar un día en que ellos, estos timoratos, se iban a gozar de que los azotaran por amor de Cristo; a ellos que poco antes habían huido, dejando al Señor en manos de sus enemigos para no padecer con Él!
Pero llegaron a esa alegría espiritual que los transformó tan hondamente, a gozarse de que eran dignos de padecer injurias por el nombre de Jesucristo.
Aprendemos a pedir para este tiempo esa alegría espiritual que nos lleve a querer compartir esta alegría de la Resurrección con quienes viven con nosotros. “Quien ha encontrado a Cristo, ha de anunciarlo a los demás” (San Juan Pablo II).
La Pascua es un tiempo litúrgico para acrecentar nuestro apostolado y vivir la alegría espiritual que se basa en la gran verdad de la Resurrección de Cristo que es anticipo de la nuestra y por tanto causa de gran alegría para nuestra alma. ¡Vayamos pues con gran gozo a celebrar la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo!